viernes, 9 de mayo de 2008

DÍAS



Por el momento he dejado a un lado la computadora para escribir con la pluma fuente por un tiempo, e impulsar el espíritu hacia el recuerdo de los días de mi infancia.

Días del trompo coyote y capirucho.

Días de piscucha voladora.

Días de caminitos hechos en el suelo con mis dedos, donde rodaban camioncitos de madera pintados de verde añilina.

Días de tortilla tostada y queso fresco.

Días de peces y aguas cristalinas en la orilla del río más cercano.

Días de patines y bicicleta.

Días de gorriones y mariposas en el camino hacia la escuela.

Días de estreno de botas federicas con hebillas relucientes.

Días de visita al circo del payaso Firuliche.

Días de mandados.

Días de salir a vender al mercado gorritos para tierno, confeccionados por mi madre.

Días de excursión al mar del puerto de Acajutla, invitado por mi abuela María Segunda Luna Clímaco de Elías.

Días de viajar en ferrocarril a Sonsonate con ropa en un tanate, que mi madre vendía en el mercado.

Después vendrían los días de chicha y agua dulce, los días de escapadas, los del mal portado. Los del “infant-terrible”.

Los del indomable Manuel, quien una vez se escapó por la ventana del segundo piso de la casa a media noche, huyendo por haberse apropiado las monedas de plata guardadas por la niña Eva en una enorme alcancía. Manuel, envuelto en una sábana, fue a parar a la casa de una su prima hermana llamada Chabelia.

Los días se hicieron meses y éstos, años. Y hoy que me pongo a contar las estrellas, me parecen miles de recuerdos brillando en el firmamento.

Hoy no me queda más remedio que seguir escribiendo (este borrador) con una pluma chata de capuchón color ronrón que me compré en un mercado de pulgas.

Bueno, qué más puedo decir en esta tarde de octubre, cuando el cielo está nublado y el viento se ha marchado a otra parte. No hay noticias sobre el horizonte. No suena el teléfono. Hay un silencio sólo roto por el canto triste de una paloma arrocera, allá en el patio.

Hoy no tengo el deseo de leer a Saramago ni a Hemingway. Abriré una página nueva al escribir en este papel, o pegaré en la pared una fotografía donde aparecen sonrientes, Antonio, Ricardo L., y Otoniel.

Mientras tanto, la tarde va cayendo diluida en una atmósfera gris de tristeza infinita que llena el último rincón del alma de quien mira a través de la ventana.

Este es un tiempo que no perdona ni a este mismo ejercicio de caligrafía que estoy elaborando.

Cuando se habla y se escribe del tiempo y de las cosas, corriendo, nos queda en el pecho un sentimiento adherido de olvido no querido, que sin decirlo, pensamos que la letra de molde es la más humilde de todas las que podríamos usar en este ejercicio de caligrafía.

Al pasar a este párrafo, escucho una canción que a la letra dice:

“Despierta la mañana con su rayo de Sol

Así despierta mi alma

Pensando en Angelita mi amor…”

De nuestro compositor Juan Ramón Padilla, primo hermano, que al verlo con su bandolina me hace viajar a pueblitos italianos, donde las familias se reúnen para compartir los alimentos y para oír la música regional que tocan los lugareños con bandolinas y concertinas.

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